miércoles, 18 de septiembre de 2013

COLUMNA DEL 12 DE AGOSTO EN VERANO HERALDO

Foto: Os dejo mi columna en Verano Heraldo, que esta semana ha salido en lunes:

EL SOMBRILLERO
Ya nos hemos plantado en mitad de agosto. Tiempo de vacaciones para los que pueden permitírselas, de calor intenso y siestas descomunales. De horas que se arrastran como serpientes holgazanas. Pese a la crisis, las calles de la ciudad se han ido vaciando. Las pocas tiendas que siguen abiertas aún no han quitado los carteles de las rebajas, poco lucidoras este año, según dicen. Los comerciantes vegetan tras el toldo extendido y con la puerta abierta para evitar encender el aire acondicionado, que la factura de la luz irrumpe cada mes cual personaje de Clint Eastwood: sin perdón.
Pero aún quedan valores inmunes a la crisis. Solo hay que darse una vuelta por nuestras playas para comprobar que las especies autóctonas del verano vuelven cada año con renovado vigor. Pueden cambiar las ropas, el tamaño de los bañadores y la forma de las colchonetas hinchables, pero siempre habrá jovenzuelos rebosantes de testosterona, barbies en top-less, anduriños que salen con la fresca, niños que nos llenan de arena mientras sus padres toman cerveza en el chiringuito y… sombrilleros.
Los sombrilleros son los soldados de la playa. La avanzadilla que necesita toda familia para conquistar unos metros en primera línea. El sombrillero despierta con los primeros rayos de luz, se toma un carajillo, enfunda sus huesos en el bañador y, consciente de su importancia estratégica, abandona el apartamento cuando los demás duermen. Nada más pisar la arena, se apresura a colocar antes que sus rivales una hamaca, tres sillas plegables y dos esterillas a pie de olas. Culmina la conquista clavando la sombrilla, bajo la que esperará a la familia con mirada fiera, la gorra blanca bien calada.
Quien tiene un sombrillero tiene un tesoro. Antes, ahora y siempre.
EL SOMBRILLERO
Ya nos hemos plantado en mitad de agosto. Tiempo de vacaciones para los que pueden permitírselas, de calor intenso y siestas descomunales. De horas que se arrastran como serpientes holgazanas. Pese a la crisis, las calles de la ciudad se han ido vaciando. Las pocas tiendas que siguen abiertas aún no han quitado los carteles de las rebajas, poco lucidoras este año, según dicen. Los comerciantes vegetan tras el toldo extendido y con la puerta abierta para evitar encender el aire acondicionado, que la factura de la luz irrumpe cada mes cual personaje de Clint Eastwood: sin perdón.


Pero aún quedan valores inmunes a la crisis. Solo hay que darse una vuelta por nuestras playas para comprobar que las especies autóctonas del verano vuelven cada año con renovado vigor. Pueden cambiar las ropas, el tamaño de los bañadores y la forma de las colchonetas hinchables, pero siempre habrá jovenzuelos rebosantes de testosterona, barbies en top-less, anduriños que salen con la fresca, niños que nos llenan de arena mientras sus padres toman cerveza en el chiringuito y… sombrilleros.


Los sombrilleros son los soldados de la playa. La avanzadilla que necesita toda familia para conquistar unos metros en primera línea. El sombrillero despierta con los primeros rayos de luz, se toma un carajillo, enfunda sus huesos en el bañador y, consciente de su importancia estratégica, abandona el apartamento cuando los demás duermen. Nada más pisar la arena, se apresura a colocar antes que sus rivales una hamaca, tres sillas plegables y dos esterillas a pie de olas. Culmina la conquista clavando la sombrilla, bajo la que esperará a la familia con mirada fiera, la gorra blanca bien calada.

Quien tiene un sombrillero tiene un tesoro. Antes, ahora y siempre.

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